por L. G. Morgan
La sed. Esta sequedad espantosa que todo lo consume, si esto es un sueño no deberíamos estar muriéndonos de sed. Pero el camino ha sido largo y la ascensión penosa y mortífera, y estamos al cabo de las fuerzas. Los primeros mil gares aún teníamos el apoyo de los carros, pero luego el terreno empezó a subir y hubo que abandonarlos. Al final se volvió tan abrupto que los caballos resbalaban sin cesar y perdimos un buen número de ellos, unos sacrificados después de romperse las patas y los otros despeñados, con sus jinetes a cuestas. El descenso de las montañas fue todavía peor, pero al menos ya sabíamos hacia dónde nos dirigíamos y la distancia que faltaba por cubrir. No imagino cómo el ciego ha podido intuir la dirección correcta desde la lejanía donde tuvo lugar la batalla. Solo desde la cima quemada por el sol inclemente hemos visto por primera vez el reflejo de agua que indica el mar sagrado adonde vamos, ese lago inabarcable rodeado de arena por todas partes; un espejismo imposible en medio del erial de los contornos. "Con razón las gentes del Halcón lo han defendido hasta la muerte", le confío a Misaki, "en esta tierra el agua constituye un tesoro inigualable: ni todo el oro del mundo, ni todas las riquezas de cualquier tipo podrían igualar el valor de la vida". Según descendemos de la cumbre también advertimos claramente que nada va a ser sencillo: un numeroso contingente de hombres y mujeres nos aguarda, desplegados en torno a las orillas de esta plateada inmensidad que la vista no consigue abarcar. Misaki murmura con cierta nostalgia que van a ser vidas sacrificadas sin motivo, nosotros no pensamos quedarnos, no queremos su tierra ni su agua; pero vamos a alterarla, eso sí, quizá a estropearla para siempre.
─ ¡Por las Sombras! –no puedo dejar de interrumpir a mi compañera-, ¿qué es aquello en mitad del mar?
Una mole gris se proyecta hacia el cielo, emergiendo del agua como alguna ancestral criatura metálica lista para el ataque. Algo en ella se adivina incongruente, ajeno al tiempo y lugar donde se halla. No puedo imaginar de qué se trata, nunca he visto cosa semejante.
─ La madre que me… -exclama Belfast, tan extrañado como el resto. Pero él sí sabe lo que es y, tras superar el primer instante de incredulidad, nos dice con evidente regocijo:- Es casi lo último que esperaría encontrar aquí pero, apostaría mi ojo bueno –se recrea en la ambigüedad de a cuál de ellos se refiere- a que lo que estáis viendo es nada más y nada menos que un submarino de la Segunda Guerra Mundial; de nacionalidad alemana, si no me engaña la vista.
─ ¿Y eso es raro? –pregunta Misaki sin acabar de comprender de qué nos habla.
─ ¿Raro? Como el sol en Londres, cariño.
─ Yo he visto semejante especie de barco en libros y grabados, en nuestra biblioteca –interviene Willibald, que contempla fascinado aquella cosa como si fuera una de las maravillas a cuya búsqueda ha consagrado su vida.
─ Pues yo lo he visto en la realidad misma, tan claro como te estoy viendo a ti –gruñe Tynan en absoluto contento-, y puedo jurar que no me alegro de repetir la experiencia. Malditos trastos y malditos bastardos que los gobiernan. Con una guerra deberían haber tenido suficiente en sus tiempos, pero no, tuvieron que meterse en otra, con chismes más grandes y armas más terribles, se ve que a los grandes hombres les sobraba gente y tuvieron que cargarse a los más feos...
─ Pero si lo estoy comprendiendo con claridad –ataja Böortryp las quejas del Sgiobair, que amenazan no tener fin, como de costumbre- esta máquina corresponde a otro tiempo y dimensión, ¿no es así?
El hombre-máquina no puede recurrir a sus datos aquí, en esta especial tierra de nadie donde nos movemos desde que hemos desembarcado, y debe confiar en los sentidos habituales, sirviéndose del presente y de sus capacidades de deducción y observación.
─ Eso es, socio –contesta Belfast mientras, con parsimonia, enciende su enésimo cigarrillo apestoso-, lo has clavado a la primera. O mucho me equivoco o estamos friéndonos en este desierto para hacer algo precisamente con eso, ¿no, “reina de Istiria”? –me pregunta con marcada ironía.
El ciego se anticipa a mi respuesta. Ha permanecido callado todo el trayecto, atento a las señales que solo él percibe como si le fuera la vida en ello. Ahora, mirando fijamente eso que el irlandés llama submarino, dice muy despacio:
─ Sí, lo que tenemos que hacer es mandarlo de vuelta a casa. A “su” casa, para ser exactos, ha de volver a su tiempo y su lugar porque aquí está causando espantosas turbulencias, interferencias que están a punto de desembocar en una imparable catástrofe, puedo sentirlo tan fácilmente como siento el viento en mi cara.
Asari Misaki ha asistido al intercambio con la atención dividida; me he dado cuenta de que, mientras escuchaba, no perdía detalle de los movimientos que a pie del agua ocupaban a las tropas que nos esperan. Es evidente que nuestra situación no le parece muy halagüeña, teniendo en cuenta la evidente inferioridad numérica.
─ Dejad las palabras –interviene ahora, lacónica como de costumbre- y sacad las espadas. Lo primero de todo es conseguir llegar al agua, ya salvaremos después lo que quede.
Con un grito en su boca se lanza a la carrera ladera abajo. Los demás la seguimos instantes después, dándole la razón en su apreciación de lo que es urgente y lo que no. El impulso que nos da el descenso hace que nos estrellemos con fuerza contra la falange formada abajo. No he mirado si los muertos nos siguen pero no tengo dudas, no hay soldados más leales que los que no tienen nada que perder. Mi shamsir atraviesa a un enemigo, una mujer con coraza broncínea y largo cabello castaño. He apuntado a su cuello y no ha tenido escapatoria posible. Ahora sostengo la espada con las dos manos y la balanceo a ambos lados, segando vidas como si se tratara de mieses maduras. El sol brilla sobre los petos de los hombres y mujeres que se nos oponen, deslumbrando nuestros ojos e hiriendo del mismo modo los suyos. Todo es caos, sudor y polvo, pero en medio de este desorden, de los gritos y la sangre me siento bien, como si hubiera nacido para ello. Los músculos me arden y estoy llena de cortes y magulladuras por todo el cuerpo, pero no siento el dolor, solo la furia, como lava roja que arrasa todo a mi paso. Soy la diosa de la destrucción, mío es el triunfo.
Pero de pronto algo cambia, no sé cuándo ni por qué la alegría de la batalla desaparece, esa especie de sublime embriaguez que le posee a uno cuando lucha a muerte cuerpo a cuerpo, esa sensación de hiperrealidad que acrecienta los sonidos, los colores y olores de lo que te rodea, que vuelve la vida en peligro mucho más intensa y más ardiente. Existe algún tipo de plenitud en hacer aquello para lo que estamos más preparados, el placer de llevar el cuerpo hasta el límite de la resistencia, la precisión de la destreza cuando te has entrenado duramente para algo. Todo eso que te sostiene en los momentos cruciales y que, hasta este momento, nunca me había abandonado. ¿Dónde está ahora el gozo de mi fuerza y mi poder? Miro a la cara a mi último oponente mientras esquivo mecánicamente su estocada, y no logro sentir nada, ni esa furia arrebatada que aniquila cuanto se pone delante, ni esa emoción que hace latir mi sangre e inunda mis oídos con sus golpes. Me siento tan… indiferente. Bajo la guardia apenas un segundo y su sable se clava en mi muslo, rasgando la carne hasta el hueso. Puede que no sienta nada por dentro pero el dolor de afuera me hace reaccionar y me proporciona los reflejos para segarle en dos por la cintura, antes de que tenga tiempo siquiera de darse cuenta de lo que pasa. Entonces me vuelvo de lado, por donde se aproxima otro hombre de casco picudo, la espada en alto. La pierna me impide movimientos rápidos, me echo atrás pero sin poder evitar que el filo me hiera en un brazo. Las placas articuladas que me protegen se hunden bajo el impacto pero me salvan de lo peor del corte. Alguien se ha aproximado por detrás, intuyo su aliento pero no puedo hacer nada. Un golpe en la cabeza funde el mundo alrededor y me sumerjo en esa espesa negrura que tanto se parece a la muerte.
No hay comentarios:
Publicar un comentario