viernes, 24 de febrero de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 26

CAPÍTULO 26 - Pagar un precio
por L.G. Morgan y Gerard P. Cortés
Parecía que el navío fuera a partirse en cualquier momento. La madera del casco crujía horriblemente cada vez que chocaba con algún bloque de hielo, de los muchos que flotaban sobre ese mar gélido e inmóvil adonde les había conducido el Destino. Si la cosa seguía igual acabarían por encallar en algún momento, era innegable, sitiados por la masa blanca que les condenaría a la eterna parálisis y al olvido.
     Ya no podía haber ninguna duda, en algún momento habían cruzado una línea y ahora los Amos se habían empeñado en acabar con ellos. La goleta había surcado el mar tranquilo donde se encontraban cuando la fuerza del Aurus les devolvió al Destino, navegando sin tregua hasta alcanzar lo que parecía el fin del mundo, el desierto y helado final de la tierra.
     De nada parecía haber servido que hubieran cumplido la última misión. En el cuaderno de a bordo que hallaron escrito en la biblioteca al regresar al barco, estaban consignadas las órdenes así como el relato fiel de su aventura, el destino de los muertos, el hundimiento del submarino… ni una palabra sobre la desobediencia, ni una referencia al disco de oro que ahora obraba en su poder. Pero los Amos sabían, desde luego que sabían. Tras la última página solo había otras tres palabras, trazadas con rabia sobre el cremoso papel como una herida sangrante: Vais a morir. No era necesario nada más, las intenciones estaban más que claras, tanto como su futuro, escrito en los designios de madera, lona y cuerda de aquel navío del infierno.
     Si no eran capaces a oponerse a la voluntad que regía la goleta Destino, si no lograban torcer el empeño escrito que gobernaba rumbos y carga, no sobrevivirían. Y, para ello, empezaba a estar muy claro que les faltaban datos, que alguien tenía que ser mucho más claro de lo que había sido hasta entonces. El poder de los Aurus que habían conseguido traer al barco era inmenso, pero no bastaba para modificar ciertas cosas.
     Así que la tensión se había instalado entre ellos como un huésped indeseable pero al que no se puede echar. Willibald había redoblado sus esfuerzos por encontrar lo que fuera en la Biblioteca, pero la frustración le hacía rechinar los dientes; el barco no iba a entregarles fácilmente sus secretos. Volvió a recordar el cuaderno desaparecido, el primero, estaba cada vez más seguro de su vital importancia. Como también seguro de que Belfast y el viejo loco de Tynan tenían la clave, o al menos parte de ella. Ambos parecían ligados al barco de alguna forma diferente. Pero, ¿cómo obligarles a escupir la información? Tendría que poner las cartas sobre la mesa y buscar la confrontación de todos y cada uno de los siete miembros del Destino. Y no era el único que meditaba gravemente sobre ello, en realidad cada uno, a su modo, buscaba la forma de salir de aquella trampa mortal.

En el exterior el mundo parecía estallar, pero en el camarote de Belfast la calma era tensa y el ambiente cargado de humo del cigarrillo que le colgaba de los labios y de los cientos que había en el cenicero. Cecil pasaba los dedos por las páginas de un viejo libro.
     Ambos habían visto, por separado, esa misma escena en la Duodécima Dimensión, aunque era difícil contextuarla antes de lo que pasó en el mundo de pesadillas de Zabbai Zainib.
– Apenas les dijiste nada que no supieran ya –decía el médico–, y aun así lograste que se lanzaran contigo en esta locura.
– Has estado en mi mente, ¿de verdad crees que un torpe hechizo Istirio de la verdad me haría revelar más de lo que quiero? –hablaban de hacía mucho tiempo, cuando Cecil estaba atrapado en la Duodécima y el resto de tripulantes capturaron a Belfast y trataron de hacerle revelar sus secretos.
– No, supongo que no. De todos modos, tendrás que contárselo todo algún día. La verdad sobre ti y sobre este maldito barco.
– Lo sé, pero todavía no. Cuando estén preparados.
– ¿Y cuándo será eso?
     Belfast sonrió mientras tendía la mano para que Cecil le devolviera el libro.
– Cuando ya no les quede nada que perder.
     Deathlone cerró el volumen y se lo tendió, en la portada podía distinguirse una inscripción desgastada por el paso de miles de años:
     Diarios del Destino: Volumen Primero.
     El irlandés abrió el libro y pasó las páginas con una parsimonia parecida a la nostalgia.
– No sé si les queda ya mucho que perder –continuó el médico –. A ninguno de nosotros.
– Oh, siempre hay algo, lo primero la esperanza.
– El barco está intentando matarnos. No sé si eso deja mucho espacio para la esperanza.
– El barco no puede matarnos –dijo Belfast señalando el agua que embestía en el ojo de buey–. Eso es sólo una rabieta, ya se le pasará.
– ¿Los Amos no pueden?
– Ellos sí, pero aun tienen mucho que reparar y necesitan el Destino para ellos. No, la lluvia cesará y tarde o temprano tendremos una nueva misión –el pelirrojo aplastó la colilla contra el cenicero–. Entonces es cuando intentarán matarnos.
     Cecil meneó la cabeza mientras se dirigía a la puerta.
– Son ellos o nosotros, pues.
– Eso mismo. Como siempre ha sido. Ellos, nosotros y el destino de todos los mundos.
– ¿Tanto daño hicieron? –preguntó Cecil abriendo la puerta– ¿Tanto daño hicisteis?
     Belfast se tumbó en la cama pesadamente y pasó un puñado de páginas del libro hasta encontrar una vieja foto.
– Más del que te imaginas, viejo amigo –susurró mientras Deathlone salía del camarote–. Hicimos mucho más daño del que nadie imagina.
     Observó la foto como si la mirara por primera vez. Era la primera tripulación del Destino, el día que botaron el barco. Aunque la imagen era en blanco y negro, recordaba los colores, al igual que el olor de la sal y la brea, especialmente el pelo rojo de aquel chiquillo que miraba sonriente a la cámara antes de embarcarse en su primera gran aventura en la mar.
– Hace tanto tiempo –suspiró–. Éramos tan jóvenes…

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