viernes, 2 de marzo de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 27

CAPÍTULO 27 - Infancia olvidada
por Alex Godmir

¡Clasp!
     El sonido hubiera podido ser indicativo de que el golpe había sido más sonoro que realmente doloroso. Si bien un observador casual hubiera desechado inmediatamente aquel pensamiento, al ver al niño salir despedido hacia atrás y caer estrepitosamente sobre el suelo, arrastrando consigo la silla en la que se encontraba sentado.
     Ella mantuvo su mano firme en el mismo lugar en el que había impactado con la mejilla. Su mirada estaba fija en él, que se incorporaba sujetándose el rostro y esbozando una mueca de dolor. Aun así ningún quejido había salido de sus labios.
- Que te sirva de lección –dijo la mujer al tiempo que le acercaba la mano y se la ofrecía para ayudarse a levantarse–. Nunca te enfrentes directamente a quien sabes que tiene más poder que tú. Y la mirada esa desafiante que estás poniendo lo único que logrará es que use también la otra mano.
       El niño bajó la cabeza para evitar los ojos de ella, no porque estuviera avergonzado, sino porque deseaba ocultarle su rabia. Cogió la mano que le ofrecía y se incorporó.
– Tienes razón –susurró–… mamá. No volverá a pasar.
     Ella lo atrajo hacia sí y lo abrazó. A ojos del mismo observador casual hubiera parecido un gesto lleno de ternura y amor. Madre e hijo reunidos, mostrando sus sentimientos. Aunque una vez más hubiera sido una apreciación errónea, ya que aquel abrazo carecía de cualquier sentimiento. Simplemente era algo que debía hacerse, nada más.
     Ambos se separaron de manera pausada pero decidida. El niño colocó nuevamente la silla en su lugar y tomó asiento en ella. La mujer se dirigió de nuevo hacia la pizarra donde había estado anotando los conjuros ígneos de grado tres
– Sigamos –apoyó la mano sobre la pizarra y comenzó a trazar líneas con la tiza–. Estos conjuros son bastante sencillos, no necesitan gran capacidad ni disciplina mágica. Y lo que es más importante, su preparación es casi inmediata.
– Pero no son realmente poderosos –la interrumpió el niño–. Cualquier hechicero o conjurador puede pararlos y casi todas las defensas mágicas los repelen.
     Ella dejó de escribir pero se mantuvo de cara la pizarra, dándole la espalda.
–¿Eso crees? –la voz de la mujer era de indignación– No me escuchas cuando te hablo, ¿verdad? A veces pienso que pierdo el tiempo contigo, hijo. ¿Qué te digo siempre?
     El la miró y valoró si hablar. Sabía bien qué esperaba que él dijera. Como también sabía qué ocurriría cuando lo dijera.
– La oportunidad puede derrotar a cualquier poder, sólo es necesario estar ahí para sacar provecho –dijo mientras ponía todos sus sentidos en las manos de ella.
     De ahí vendría.
     El golpe le vino de atrás y le impactó directamente en la espalda, justo en el hueco que quedaba expuesto por detrás de la silla. Sintió la punzada de dolor y el empuje hacia adelante. Pero aguantó el envite sin moverse y sin dejar escapar sonido alguno.
     ¿Cómo había sido? Un conjuro de viento, sin duda. Pero uno de nivel bajo, apenas una brisa hábilmente concentrada en un punto, lo suficiente para distraer la concentración. En ese preciso instante comprendió que había vuelto a caer. Un segundo antes estaba en la pizarra y ahora la tenía frente a él, con la mano ya extendida y casi a punto de tocarle la cara.
     ¡Clasp!
     La escena se convirtió en un calco de la ocurrida apenas unos minutos antes, como si realmente hubiera sido la misma y aquel momento fuera un bucle en el tiempo. El niño salió despedido nuevamente y la silla tras de sí. ¿O quizás sí era la primera vez que aquello ocurría.

Cecil se despertó sobresaltado, como si la bofetada la hubiera recibido él. Instintivamente se tocó la mejilla, sólo para confirmar que realmente había experimentado el impacto. Aunque no había sido él que había sufrido el golpe, cada célula de su ser lo había sentido.
     La experiencias de la Duodécima Dimensión eran demasiado vívidas y reales. A todas las que había logrado acceder les seguía un cúmulo de sensaciones, parejas a las que los protagonistas sufrieron en su momento. Por un instante valoró qué supondría para él vivir la muerte de alguien. ¿Moriría el también? Tomó nota mental de dedicar un tiempo a estudiar dicha posibilidad y preparar posibles conjuros de contingencia para tal eventualidad.
     Ahora debía centrarse y pensar. ¿Qué significaba aquel recuerdo? ¿A quién pertenecía? Sin duda estaba directamente vinculado con algún pasajero del destino. Pero, ¿con cuál?
     Ahondó en los detalles que aún recordaba, pugnando por escapar hacia su subconsciente. La mujer le resultaba desconocida. Rubia, ojos azules y tez blanquecina. Su piel y sus facciones la distinguían como bella y joven, si bien su experta mirada de médico le permitió identificar signos de la edad, hábilmente ocultos por conjuros y elixires. Resultaba evidente que estaba versada en magia, si bien sus conocimientos no eran de Alta Magia, sino de la más común y accesible a cualquier ser con mínimas aptitudes para la hechicería. Había algo más, el recuerdo no lo expresaba pero Cecil sabía con absoluta seguridad que ella no era verdaderamente diestra en la magia, sino que sabía aprovechar sus escasos conocimientos al máximo.
     Se centró en el niño. Fue necesario apenas un instante para comprender quién era. Sus cabellos pelirrojos y su mirada resultaban inconfundibles. Era apenas un infante, con sin duda un futuro extenso y lleno de aventuras. Pero en aquel momento, en aquel recuerdo, tan sólo era un niño impaciente y enojado por estar obligado a aguantar una clase teórica de hechicería básica.
     Analizó una vez más el recuerdo, de principio a fin. Al hacerlo comprendió que carecía de consistencia. Los detalles eran demasiado escuetos; irreales. En el escenario se encontraban las dos personas: la mujer y el niño. También se perfilaban la silla y la pizarra. No había nada más. No se visualizaban paredes, ventanas o mobiliario adicional. Como tampoco existía recuerdo de sentidos ajenos a la vista o el oído. No había olores, ni sensación de tacto más allá del impacto de la bofetada. Había sido una ilusión en forma de bucle temporal, una constante letanía en la que las acciones se reiteraban una y otra vez. Aquella vivencia ocupaba un tiempo y un espacio descomunal, para nada acorde con la realidad de lo acaecido allí. ¿Por qué?

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