viernes, 9 de marzo de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 28

CAPÍTULO 28 - Infancia olvidada
por Alex Godmir

La respuesta le llegó inmediatamente, fugaz y directa.  Aunque debía haberse acostumbrado ya a aquel tipo de reacción, aún le molestaban. Era un modo efectivo de obtener respuestas, había quedado demostrado anteriormente. Pero el dolor resultaba, cuanto menos, molesto.
     El recuerdo pertenecía a la última imagen que Belfast había conservado y atesorado de su verdadera madre. El único atisbo de su infancia que aún albergaba en su memoria. Mejor dicho, el único que había conservado de aquel tiempo hasta el momento de intercambiarlo en la Duodécima Dimensión. Aquello era una moneda de cambio muy valiosa en el comercio de experiencias. Sin la menor duda, cualquier contraprestación recibida para compensar aquella pérdida, habría sido algo de inmenso poder o extrema necesidad para el falso irlandés.
     Ahora, tras experimentar aquel recuerdo, Cecil podía calificar al pelirrojo como falso irlandés con plena convicción de que así era. Si aquel hombre había sido hijo de la madre Irlanda, como él decía, tuvo que ser mucho más adelante y cuando su origen real ya se habría perdido en las brumas del tiempo.
     Eso le hizo recordar la aventura vivida, hacía ya meses, en aquel reino en que la primogénita de Belfast, había quedado como única superviviente de otra de las vidas pasadas del pelirrojo. No importaba si aquella vida había sido anterior o posterior a sus vivencias en Irlanda. Lo único remarcable era que la vivencia que acababa de experimentar parecía anterior, quizás el comienzo de la andadura de ese traidor oportunista que tenía como compañero de travesía.
     Como si de un resorte se tratara aquella referencia a la pasada aventura le hizo recordar cuando se dedicó a hurgar en la mente, en busca del recuerdo del Aurus. Fue en aquel momento cuando descubrió la existencia de la Duodécima Dimensión y el comercio de experiencias. Aquello le trajo a la mente un comentario que Belfast hizo mientras se internaba en su cerebro:
Mi primer siglo de vida lo pagué con el recuerdo de mi primer beso. Los siguientes quinientos años, con el del rostro de mi madre.
     Eso había dicho. ¿Cuál era la realidad y cuál la mentira? Si algo había llegado a comprender del falso irlandés, era que las únicas verdades que dejaba escapar parecían nimiedades que jamás revelaban sus intenciones. El riesgo de dichas revelaciones pasaba por un simple detalle: cada una de ellas sumaba más para desentrañar el perfil de la personalidad de aquel hombre. Si vendió el rostro de su madre, aquel recuerdo que había experimentado debía de haber sido construido por él mismo. ¿Con qué sentido? Lo único que parecía realmente importante en aquella vivencia de su infancia eran las palabras de la mujer:
– La oportunidad puede derrotar a cualquier poder, sólo es necesario estar ahí para sacar provecho.
     Aquello era un puntal de personalidad, la base del Belfast que él conocía y temía. Sin aquel concepto el pelirrojo jamás hubiera seguido la senda que le había hecho recorrer mundos y tiempos distintos, buscar poder y arrastrar consigo a quien en su camino encontrara. El resto de detalles del recuerdo eran artificiales y su reiteración era un modo de grabar a fuego la idea en la mente, que con toda probabilidad había persistido tras la venta del recuerdo.
     Aún quedaba una cuestión pendiente de resolver. ¿Qué había obtenido Belfast a cambio de aquello? Y lo que era más importante, ¿qué utilidad podía sacarle él a todo aquello? Los habitantes de la Duodécima ya le habían advertido que no todas las vivencias que atesoraban resultaban provechosas. Algunas simplemente eran como un buen cigarro o una copa de vino, no necesarias pero que aportan calidad y disfrute.
     Se incorporó en la cama y dejó escapar el recuerdo del sueño a su subconsciente. Ya no le era de utilidad en sí mismo. No arrojaba más luz sobre el misterio del Destino ni sobre Belfast. Buscó a tientas su maletín y extrajo del mismo un frasco con píldoras, de las que se tomó tres. Aquello solo reduciría ligeramente la cefalea que ya se había vuelto crónica. Tantos recuerdos, tantas experiencias que ni siquiera eran suyas, estaban desafiando cada día las capacidades de su mente, de su memoria.
– El cerebro de un ser humano no está preparado para atesorar tanto, tiene limitaciones biológicas –se dijo a sí mismo, recordando aquella palabras que un viejo maestro de Rama de Vida le había explicado años atrás –. Por eso en ocasiones es mejor olvidar y pasar página. Pero no aparcar el recuerdo, sino olvidarlo realmente, borrarlo de la memoria.
     Volvió a buscar a tientas en su maletín y hurgó hasta dar con una bolsita de papel repleta de un polvo verdoso. Lo había utilizado anteriormente en algunas misiones y conocía bien sus efectos y riesgos. Aunque jamás lo había probado en sí mismo. Se levantó de la cama y se acercó a la mesa donde sabía exactamente que se encontraba un vaso y una jarra con agua. No necesitó conjuro alguno, se estaba acostumbrando cada vez más a su condición de invidente. La asumía. Vertió el contenido y le añadió agua, disolviéndose todo prácticamente al instante.
     Un momento antes de bebérselo se replanteó su acto. Aquello le haría olvidar las últimas horas, incluyendo el sueño y las conclusiones que había obtenido. Eran escasas y de poca utilidad. Pero como los fragmentos de verdad que Belfast dejaba escapar, podía resultar útiles en un futuro para completar un tapiz del pasado.
     Dejó el vaso sobre la mesa y volvió sobre sus pasos a la cama, en busca de su maletín. De él extrajo un bloc de notas, en el que hábilmente trazó unas frases. Salvando él mismo, nadie podría comprender lo allí escrito. Lo guardó y dejó el maletín en su lugar. Ahora sí podía dar buena cuenta del bebedizo.
     Justo antes de ingerirlo recordó las palabras de la mujer y sonrió para sus adentros:
– ¡Jodida mujer! –habló entre risas– ¡Qué vida debiste tener para enseñar a tu hijo a ser el cabrón que es ahora!

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