viernes, 16 de marzo de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 29

CAPÍTULO 29 - Gladius
por Gerard P. Cortés

Los dos gladiadores llevaban casco de bordes amplios y alta cresta, además de escudo y espada como correspondía al estilo Murmillo que ambos practicaban. Era el combate previo al primus y hasta entonces la velada no había sido demasiado interesante. El magistrado Ambustus reprimió un bostezo.
     Uno de los hombres que luchaban a muerte era negro y musculoso, propiedad del lanista Septimus, que bebía vino distraídamente a su derecha. El otro era blanco y muy pálido, tanto que a cierta luz hubiera parecido más muerto que vivo. Su propietario era el hombre sentado a su izquierda con un ojo fijo en el combate y el otro cubierto por un parche a conjunto con su túnica de seda. A su lado se sentaba la domina Gaia, viuda de Vibius Pompilius, uno de los lanistas más ricos de la República.
     Su nuevo marido se hacía llamar simplemente Cartago, como la ciudad en la que se encontraban, a la que había llegado poco antes de la muerte de Vibius, procedente de las colonias de Nueva Roma. Se había casado con la domina muy poco después de que su marido cayera a consecuencia de unas extrañas gripes. No la culpaba, pues la ley le exigía tomar otro marido rápidamente o arriesgarse a perder su herencia, pero el hombre que había escogido no le gustaba en absoluto.

     El pelirrojo con un solo ojo verde y aspecto de bretón había traído cuatro esclavos propios y los había incorporado al ludus de Pompilius, el gladiador que ahora estaba en la arena, dos amazonas de gran fama y un ciego de aspecto siniestro que lo seguía a todas partes. Ahora mismo estaba tras él, con sus ojos descoloridos centrados en el combate, como si pudiera saber lo que estaba pasando ahí abajo.
     El rugir de la multitud sacó al magistrado de sus pensamientos a tiempo para ver cómo la espada del negro se hundía en el hombro del gladiador de Cartago, que no pareció inmutarse. La sangre del hombre pálido regó la arena y el de Septimus se acercó para dar el golpe de gracia, pero la multitud volvió a rugir cuando el otro se levantó, abandonando su extremidad perdida y haciendo caso omiso de la sangre que le manaba del torso.
     Antes de que el negro pudiera reaccionar, se lanzó contra él y le atravesó el vientre con su espada. Cayó a la arena, muerto, pero no contento con ello, el pálido se acercó al cuerpo y le cortó el brazo derecho, el mismo que él le había arrebatado, lo alzó hacia el público y gritó de un modo que apenas parecía humano.
     La multitud enloqueció, pero Cartago se limitó a sonreír por lo bajo y volverse hacia su esclavo de confianza.
– Baja y atiende sus heridas, Cecil.
– Sí, dominus –contestó este, masticando la última palabra.


Böortryp se quitó el casco y lo lanzó con rabia contra una pared. Sus ojos violeta brillaron en la oscuridad de los túneles bajo la arena. Recorrió un pasillo de ojos supersticiosos que rehuían los suyos, sosteniendo todavía con el brazo negro de su rival.
– Estoy harto de esto –suspiró. Zabbai Zainib nunca había visto al hombre-máquina mostrar tan abiertamente lo que sentía, aquella misión lo estaba afectando más de lo que lo había hecho ninguna–. Llevamos dos meses aquí y no hemos hecho ningún avance. Sólo participar en estos espectáculos sin sentido y acumular cicatrices.
     Acercó el extremo seccionado del brazo negro en su hombro, y una multitud de pequeñas conexiones salieron de este para integrar la nueva extremidad a su cuerpo. La reina de Istiria había descubierto hacía poco esta habilidad en su compañero de tripulación y todavía sentía una cierta repulsión cuando lo contemplaba.
– Los amos no nos impusieron un límite de tiempo esta vez –dijo ella con voz tranquila, mientras afilaba su espada–, así que era de esperar que las cosas no fueran tan rápido como suelen. Al fin y al cabo no se trata de unas cuantas muertes por encargo, ni siquiera sabemos a quién nos enfrentamos.
– Sea como sea, yo también estoy perdiendo la paciencia –Asari Misaki había estado tan callada que habían olvidado que estaba allí. Se retocaba nerviosa la coraza de cuero y la falda que dejaba sus piernas a la vista. Dos meses y todavía no se había acostumbrado a aquella indumentaria. Parecía que cualquier cosa que no fuera negra y la cubriera por entero la hacía sentir desnuda–. Si no hay avances pronto, quizá debamos tener una charla con el dominus.
– Y Belfast os dará largas y se guardará sus secretos, como hace siempre –Cecil Deathlone entró por la puerta de hierro de la celda con su túnica gris y su maletín–. Sea como sea ha prometido novedades para hoy. Esperemos a ver qué pasa y, si no, ya habrá tiempo de tener esa charla… con el instrumental necesario.

     El médico sonrió y también la reina. Böortryp sacudía su nuevo brazo para comprobar su movilidad. El cambio de color no pasaba desapercibido, pero era mejor que seguir manco.
– Zabbai, Misaki –dijo Cecil– preparaos. Es vuestro turno.

     Ambas recogieron sus armas y se dirigieron a la reja que los separaba de la arena. El guardia la abrió y salieron al exterior mientras el público coreaba sus nombres y el magistrado los presentaba.
– ¡Contemplad a las amazonas que luchan contra los gladiadores! ¡Zabbai Zainnib, la tracia indomable! Y de las lejanas tierras de oriente, ¡la gata mortal, Asari Misaki!

     Zabbai no tenía ni idea de dónde estaba Tracia, pero Belfast le dijo que era más fácil que explicar a la gente que venía de un país llamado Istiria, en otra dimensión y tiempo.
     El magistrado siguió con su presentación.
– Frente a ellas, por cortesía del ludus de Lucius Septimus, ¡los indómitos gemelos galos! ¡Las bestias que caminan como hombres y llevan los nombres de reyes muertos! ¡Ambíorix y Breno!

     Los gemelos llevaban cascos que representaban demonios y vestían piel de lobo y cuero tachonado. Ambíorix llevaba una lanza y Breno una gran espada curva.
     Zabbai tenía la cara descubierta y dos espadas, como correspondía al estilo dimanchaeri. Misaki también llevaba el rostro a la vista, pero se había negado a luchar con cualquier cosa que no fueran su katana y su wakizashi. Esa singularidad había terminado por hacerla famosa, y todos los herreros de la ciudad trataban, sin éxito, de forjar espadas como las suyas.

Los galos fueron los primeros en probar la sangre. El acero de la lanza de Ambíorix arañó la piel de la pierna de Zabbai antes de que esta pudiera recular y reunirse con Misaki, que le tomaba la medida a Breno desde la distancia. El galo se acercó la punta de la lanza a la boca y lamió el líquido escarlata.
     El magistrado sonrió con complacencia. No le gustaba el tal Cartago, y disfrutaría viendo cómo morían sus amazonas. Una figura encapuchada y silenciosa apareció en el pulvinus tras ellos. Ambustus no lo había visto nunca pero, ante su presencia, al pelirrojo de Nueva Roma se le dibujó en la cara una sonrisa que le heló la sangre en las venas.

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