viernes, 23 de marzo de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 30

CAPÍTULO 30 - Coniuratio
por Gerard P. Cortés

Misaki se quedó inmóvil ante la embestida de Breno, o al menos eso le pareció al público que contenía el aliento. Apenas percibieron un leve movimiento de la mano que sujetaba la espada, y al galo desviarse de su curso y caer de rodillas. Cuando se levantó se le cayó la capa de piel de lobo, cortada por el mismo tajo que le había dejado un surco amplio pero poco profundo en el pecho.
     Belfast sonrió aliviado, a veces Misaki pecaba de acabar demasiado rápido con sus oponentes, cosa que era una virtud en el campo de batalla, pero una decepción en la arena. Con el tiempo había aprendido a contenerse, y su estilo de lucha se asemejaba menos al de un samurái y más al de una gata jugando con su presa. Al pueblo le encantaba y, con algo de suerte, también al hombre encapuchado que acababa de entrar al pulvinus tras él.
     Pero si una mujer había nacido para ser amazona en la arena era Zabbai Zainnib. Sus dos gladius habían probado ser tan mortales en sus manos como la mismísima Excalibur que se había acostumbrado a blandir. Tras intercambiar varios golpes con él, se alejó lo justo para volver corriendo contra Ambíorix y saltó. El galo trató de ensartarla con la lanza, pero ella usó la punta de esta para impulsarse aun más arriba, dar una voltereta y caer a su espalda. Con un rápido movimiento, dobló los brazos hacia atrás y clavó sus espadas en la espalda de su adversario. La sangre de este empapó la capa de lobo y la nuca de la reina de Istiria.
     Dos meses atrás, a bordo del Destino, el último diario se abría y las palabras se dibujaban en él de la misma forma que siempre. Había llegado a ser monótono, pensó Belfast cuando Willibald les convocó, aunque estaba seguro de que esa misión iba a ser distinta. En ella, los Amos iban a intentar asesinarlos..
     Las palabras ofrecían cierta información sobre la realidad en la que debían desembarcar, ningún límite de tiempo y un encargo, cuanto menos, vago.

«Detened la conspiración para que esta Tierra pueda evolucionar».
     No decía de qué conspiración se trataba, probablemente porque los amos tampoco lo sabían, al fin y al cabo habían demostrado ser mucho menos omnipotentes de lo que pretendían. Sí que encontraron, en cambio, una corta lista de sospechosos entre los que figuraban el Emperador y varios senadores, y ciertos indicios inquietantes sobre las escuelas de gladiadores que el propio Cesar tenía en Roma.
– No es de extrañar –dijo el pelirrojo en respuesta a una pregunta que nadie había formulado–. Si el Cesar está envuelto en asuntos turbios, es normal que prefiera manejarlos a través de manos más habituadas a ensuciarse.
     Belfast se puso al mando de la misión sin pedir siquiera la conformidad del resto, aunque nadie trató de rebatírselo. Al fin y al cabo estaban a punto de entrar en un terreno pedregoso de intrigas y mentiras, así que ¿quién iba a estar más preparado para ello que el rey de las falsedades?
     Casi al momento supo que el mejor modo de entrar en los ambientes necesarios era a través de la Arena, así que escogió de inmediato a las chicas. Por suerte en aquella versión del Imperio Romano, las mujeres también participaban en los juegos. «Amazonas», las llamaban.
     Aun así, necesitaba también un hombre. Él iba a tomar el manto de lanista, y aunque pensaba llevarse a Deathlone, el ciego no iba a resultar especialmente útil en combate. Willibald y Tynan eran demasiado viejos, además, tampoco iba a arriesgarse a tener a ese loco gritando incoherencias mientras él trataba de infiltrarse en una conspiración con casi mil años de antigüedad. Y la idea de vaciar el barco no le atraía. Con el viejo capitán a bordo, los espectros se lo pensarían dos veces antes de dar media vuelta y abandonarlos a su suerte.
     Así pues, sólo quedaba Böortryp. El hombre-máquina no era un guerrero, pero no dudaba que podría transformarse en uno si debía. Se lo llevó aparte.
– Para esto necesitarás muchos más músculos de los que veo ahora mismo –le dijo–. Pon a esas máquinas que llevas dentro a desarrollarlos o róbalos de un cadáver, no me importa –los ojos violeta del otro se clavaron en él con algo parecido a la incredulidad–. Oh, vamos, volviste de Londres con una cara nueva y oliendo a sangre de furcia. ¿Te crees que no imagino de dónde sacas los repuestos? No me importa cómo lo hagas, pero necesito que te conviertas en un gladiador lo antes posible.
     Aunque consiguió tener el aspecto adecuado, e incluso un amplísimo conocimiento teórico sobre técnicas de combate, su habilidad en la arena dejaba mucho que desear. Aún así, ganaba combate tras combate y había demostrado ser muy difícil de matar, por lo que se ganó el favor de la plebe y eso, al fin y al cabo, era lo único que importaba.
     Desembarcar en Cartago, asesinar a un reputado lanista y seducir a su mujer fue relativamente fácil en comparación con lo que tenían por delante. Hacía ya dos meses que se había instalado en el ludus de Vibius Pompilius, elevándolo sobre todos los demás y extendiendo la fama de sus gladiadores y amazonas, con suerte hasta las puertas mismas de Roma.
     Hoy se vería si había servido para algo.

Cuando Ambíorix cayó muerto, su hermano enloqueció todavía más, lanzando espadazos frenéticos contra Misaki. Zabbai hizo ademán de acercarse a ayudarla, pero la Sombra la detuvo con un gesto.
     Breno se lanzó contra la última descendiente del clan Asari, con la espada en alto y cubriéndose todo el tronco con el gran escudo cuadrado. Misaki se agachó para recibirlo, hubo un destello de sangre y la mayor parte del galo se estrelló sobre la arena. Junto a la Sombra inmóvil habían quedado las piernas de Breno, cercenadas a la altura de las rodillas.
     Se acercó tranquilamente a su agonizante rival, le quitó el escudo y la espada de un par de patadas y reposó la hoja de su katana en el cuello del moribundo. Miró hacia el pulvinus.
     El magistrado Ambustus ya no bostezaba, estaba agarrado a su asiento con los ojos como platos. Tardó un poco en reaccionar ante los gritos de la multitud, pero por fin recordó su labor como editor de los juegos. Extendió el brazo con el puño cerrado y el pulgar en horizontal. Titubeó durante un momento, quizá para intentar dar emoción a la resolución, pero era un acto vacío. El público ya había decidido la suerte de Breno. Sólo su cabeza lo satisfaría. Giró el puño con el pulgar hacia abajo. Muerte.
     Misaki hizo una leve reverencia y lanzó la hoja hacia el cuello del galo. Su cabeza rodó hasta los pies de Zabbai, que la pinchó con una de sus gladius y la levantó hacia el público.
     La multitud rugió extasiada.
     Lucius Septimus abandonó el pulvinus malhumorado mientras el magistrado Ambustus felicitaba al hombre que conocía como Cartago por la actuación de sus hombres. El encapuchado se acercó a hacer lo mismo.
– Esas amazonas son algo de lo que no hay, lanista. Es una tragedia verlas pudrirse en provincias, tan lejos del Coliseo.
– Y aun así, es aquí donde se quedarán –replicó Belfast en tono burlón–. Pues no están a la venta, desconocido.
     El encapuchado soltó una carcajada al tiempo que descubría su rostro.
– Podéis llamarme Marcus Novellus, Gran Reclutador de los ludus del Cesar, y tal vez queráis esperar a oír mi precio.
     Por un instante al magistrado le pareció ver como el único ojo del lanista Cartago brillaba con fuego verde.
– Hablad, pues –dijo este con una sonrisa– y veamos el trato cerrado, si es justo.
 

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