viernes, 30 de marzo de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 31

CAPÍTULO 31 - Demonstratio
por Gerard P. Cortés

La negociación fue corta pero intensa. Marcus Novellus le ofreció oro, pero Belfast lo rechazó. Le ofreció posición en los mejores juegos de provincias y el pelirrojo rió y contestó que sus amazonas se la otorgarían sin necesidad de patrocinios.
     Cuando el Gran Reclutador de los ludus del Cesar le pidió que pusiera él mismo el precio, le dijo que no pensaba desprenderse de las mujeres, pero que aceptaría viajar a Roma con ellas y convertirse en uno de los lanistas del Emperador.
– Un hombre con vuestras dotes nos sería útil, sin duda –meditó Novellus–, pero temo que al cesar pueda no gustarle tener un desconocido de las colonias entre sus hombres.
– Al contrario –replicó el falso irlandés–, creo que sangre nueva e ideas a juego es exactamente lo que necesita. Además, ese es el único precio que aceptaré por mis esclavos.
     Tres días después partieron hacia Roma. Dejó a su mujer, la Domina Gaia, a cargo del ludus de Pompilius y marchó con unos pocos de los gladiadores de este, además de Asari Misaki, Zabbai Zainib, Böortryp y Cecil Deathlone, que actuaba como su esclavo de confianza.
     Dejando de lado lo de la servidumbre, era cierto que Cecil se había convertido en lo más parecido a un hombre de confianza que podría tener. El ciego había hallado el modo de sacar información de la Duodécima Dimensión, así que era absurdo tratar de mantenerlo a oscuras sobre lo que estaba a punto de pasar, además, necesitaba su ayuda para controlar a los demás hasta que fuera el momento de actuar.
     Belfast sabía lo que les esperaba en Roma, aunque no la forma en la que llegaría. Mientras estuvieran distraídos tratando de desarmar la conspiración, tratarían de matarlos. O quizá esperaran a que estuviera desarmada. Al fin y al cabo esa dimensión era importante para ellos. Si no la arreglaban iban a tener problemas. Claro que tal vez su esperanza fuera que murieran en el proceso, ¿quién sabe? Al fin y al cabo siempre podrían mandar a la próxima tripulación que reclutaran a terminar el trabajo.
     Aun así, estaba seguro de una cosa: uno de los Amos del Destino estaba en el mismo mundo que ellos en ese momento, y creía saber quién era.
– La oportunidad de saldar una de muchas deudas pendientes –le dijo a Deathlone cuando este le preguntó qué les esperaba a su llegada.
– Acertijos y más acertijos. ¿Es que no puedes hablar claro de una vez?
     Le contó sus sospechas.
– Si ella lo descubre te va a costar controlarla –musitó Cecil pensativo.
– Por eso no debe descubrirlo hasta que llegue el momento. De todos modos no conoce su cara, ni él la de ella si estoy en lo cierto.
– ¿Cómo puede ser? Viaja en su barco.
– Si los Amos tuvieran ojos dentro del Destino, lo habrían hundido en el instante que subí a bordo.
– Tal vez no te reconozcan. Ha pasado mucho tiempo desde que formasteis parte de la primera tripulación.
– Puede ser –meditó Belfast–. Aun así, yo seguro que no he olvidado su cara. Hay recuerdos que me guardé bien de vender.
     Cecil pensó en la nota que se había dejado a sí mismo sobre uno de los sueños que tuvo de la Duodécima Dimensión. Belfast habría vendido el recuerdo del rostro de su madre, pero no lo que esa zorra malvada le enseñó. Una vez más se veían obligado a bailar al son que él tocaba, pero no podía faltar mucho para el momento en que todas las verdades fueran reveladas. Si los Amos estaban tratando de acabar con ellos, sólo quedaba una solución: matarlos primero.

Pasaron tres días entre el momento en que llegaron a Roma y el que Belfast fue convocado a la presencia del César. Acudió con una pequeña muestra de sus gladiadores y amazonas, entre los que estaban sus compañeros de tripulación, y también con Cecil, encargado de conducir al resto de esclavos.
– Así que estas son las famosas amazonas de las que tanto he oído hablar –dijo el César mientras mordisqueaba distraídamente un racimo de uvas–. Y vos seréis sin duda el hombre conocido como Cartago, el lanista que escaló desde la mugre de Nueva Roma hasta las mismas puertas del Coliseo.
– Así es, su majestad –contestó el pelirrojo–. A pesar de mis lejanas raíces, vivo para servir a la República –Belfast sabía que situar sus raíces en las colonias más allá del atlántico dificultaría su tarea, pero hubiera sido todavía más difícil presentarse como un ciudadano romano del que nadie hubiera oído hablar.
– Servir a la República y a su Emperador, claro –El César era tan gordo que se desparramaba por ambos lados del ticlinium sobre el que estaba recostado. Su cabeza, enorme y con apenas unos mechones de pelo blanco, estaba coronado con laureles, y con la tela de su toga blanca y su capa roja se podría haber vestido fácilmente a una familia entera.
– En todo lo que necesite –respondió–. Todo.
– Estoy seguro que habrá oportunidad de descubrir la verdad en lo que decís. Ahora, ¿por qué no compartís conmigo una copa de vino y nos deleitamos con mis nuevas adquisiciones?
     Belfast tomó asiento en otro ticlinium, a la izquierda del Emperador mientras Cecil disponía a los esclavos para la demostración y una esclava de pechos pequeños y desnudos le llenaba la copa. El vino era fuerte pero estaba aguado, como era costumbre en el Imperio Romano. Aun así lo bebió con una sonrisa. Era un gran honor ser invitado a compartir la bebida del César, aunque sospechaba que la motivación detrás de ello se basaba más en la curiosidad que otra cosa.
     Hubo un par de luchas con espadas de madera, pero el irlandés notó que el Emperador se estaba aburriendo, así que les mandó parar.
– No veo niños en la sala, Cecil. ¿Porqué no les das acero para que puedan otorgarnos una distracción digna de esta sala?
– Como digáis, Dominus.
     Cecil repartió las gladius entre los esclavos y entregó a Misaki su katanas y su wakizashi. Los ojos del César brillaron al verlas.
– Había oído hablar de esas armas –murmuró–, ¿de dónde han salido?
– Las trajo con ella, majestad. Se forjaron en su tierra, mucho más allá del Mare Nostrum, donde los dragones descienden de entre las nubes para sumergirse en el mar y asolar la tierra.– Ah, las exóticas islas del oriente lejano. Mi padre soñó toda su vida con unirlas bajo la paz de Roma, pero el gran Dios Neptuno jamás permitió a sus galeras completar el trayecto. ¿Cómo os hicisteis con una esclava de tal procedencia?
– Llegó a Nueva Roma como exploradora –mintió–. Su barco naufragó y ella fue la única a la que los dioses permitieron seguir con vida, aunque débil y delirante. Fue vendida como esclava de cama a un conocido mío, y la primera noche que este trató de reclamar su derecho, le rebanó la garganta y se llevó por delante a la mitad de su guarnición. Iba a ser ejecutada en la arena, como dicta la ley, pero le arrebató la espada al verdugo y, encadenada y todo, acabó con él y con todos los soldados que trataron de apresarla. La plebe clamó para que se le perdonara la vida y yo me apresuré a comprarla. Pocas veces encuentra uno una oportunidad así.
– Ciertamente –murmuró el César al ver cómo Misaki derribaba a un esclavo que la doblaba en tamaño y le hundía la katana bajo la barbilla.
     El entretenimiento del Emperador le costó cinco gladiadores, pero ninguno de ellos de importancia. Las chicas lo habían impresionado, y también el propio Belfast. Presentía que no iba a tardar demasiado en introducirse en el círculo interno de la conspiración y, una vez en él, estaba seguro, se vería las caras con Kaleb Tellerman, uno de los asesinos que se hacían llamar a sí mismos los Amos del Destino.

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