viernes, 6 de abril de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 32

CAPÍTULO 32 - Enarrationis
por Gerard P. Cortés

Había pasado un mes desde que llegaron a Roma. Tres desde que desembarcaron en esta realidad. Belfast se había ido ganando la confianza del César haciendo pequeños trabajos para él con la ayuda de sus compañeros que se hacían pasar por esclavos, pero no parecían estar más cerca de su objetivo.
     Una conspiración se había fraguado en esa tierra hacía siglos que, de algún modo, impedía que esta evolucionara. Fueron enviados a acabar con ella, y para eso tuvieron que infiltrarse en los ludus del Emperador en Roma, con la esperanza de que este incluyera al irlandés en su círculo de confianza y así poder descubrir de qué se trataba.
     Hasta ahora los únicos encargos que hacían para él fuera de la arena eran asesinatos de rivales políticos y agitadores. Nada que les diera pista alguna sobre los planes reales del César.
     Cecil escuchó un ruido en una callejuela perpendicular. Desde que perdió la vista sus otros sentidos se habían visto incrementados hasta el punto que ya ni siquiera necesitaba pociones para desenvolverse con relativa normalidad.
– Ya vienen –susurró.
     Belfast hizo una señal a las chicas, que se movieron hasta fundirse en las sombras de la bocacalle. Un par de ciudadanos vestidos con togas aparecieron por esta, escoltados por cinco fornidos guardaespaldas.
– Saludos –dijo el pelirrojo con una sonrisa–. Me pregunto qué pueden tratar dos ciudadanos respetables como vosotros al amparo de la noche y en estas lúgubres calles.
– Nada de vuestra incumbencia –contestó uno de ellos.
     Dos de los guardaespaldas dieron un paso adelante y desenvainaron sus espadas.
– Ahora, os recomendaría que os apartarais de nuestro camino antes de que… –las palabras se interrumpieron en su garganta cuando el filo de una espada curva emergió de esta. Misaki desapareció antes de que el cuerpo tocara el suelo y reapareció junto a los guardias que se habían adelantado. Zabbai se deslizó hasta los otros tres. Estaban muertos antes de poder desenvainar.
     Cuando no hubo más que cadáveres rodeándolo, el hombre con aspecto de mercader se dejó caer sobre sus rodillas.
– Piedad –imploró– os daré lo que queráis. Todo el oro que tengo.
– No es oro lo que quiero –contestó Belfast –, sino lo que estabais transportando entre tanto misterio.
– ¿Esto? –el mercader le extendió algo envuelto en un trapo– Quedáoslo, ni siquiera sé lo que es. Nos contrataron para llevárselo a un senador. Os diré incluso su nombre, si os interesa.
     El pelirrojo levantó el trapo y sonrió. Su ojo verde brilló en la oscuridad de la noche.
– Oh sí. Me interesa mucho.
     El hombre les dijo todo lo que querían saber y más. El nombre del comprador, el del que los contrató para transportarlo y el lugar del que habían partido. Murió de todos modos, pues no podían dejar testigos de la primera pista real que habían tenido en tres meses.
– ¿Qué hay en ese trapo que valga la vida de estos hombres? –preguntó la reina de Istiria.
– Nuestro primer golpe de suerte en mucho tiempo –respondió Belfast apartando el trapo y enseñándoles el artefacto. Estaba sucio y oxidado, como si tuviera cientos o miles de años. Era de metal negro, alguna vez pulido. La mayoría habían visto objetos similares, pues el falso irlandés tenía dos iguales en el Destino y John Shaft había poseído uno parecido–: una Magnum Desert Eagle de cerca de un milenio de antigüedad.

A la mañana siguiente Belfast y Cecil Deathlone se presentaron en casa del Emperador.
– Ah, mi buen amigo Cartago –dijo este mientras devoraba un muslo de pollo, sus lorzas desparramadas a ambos lados de su ticlinium, como siempre–. Confío en que llevarais a cabo el acto de violencia que os encomendé.
– Está hecho, su majestad –respondió con una reverencia– y os he traído un regalo, además.
– Qué considerado. Acercaos, para que pueda contemplarlo.
     Belfast se acercó y le entregó la pistola envuelta en el trapo. Sus ojos se abrieron de par en par cuando la vio.
– ¿Tenéis idea de lo que es esto? –preguntó el César.
– No–mintió–, pero no es la primera que veo.
– ¿Cómo puede ser eso?
– En Nueva Roma se descubren de vez en cuando entre extrañas ruinas. Ciertos ciudadanos leales a la República, entre los que me cuento, hemos hecho nuestra la misión de que tales artefactos no salgan a la luz.
– Así que ya me servíais antes de que supiera incluso de vuestra existencia –se sorprendió el orondo Emperador.
– Ese honor he tenido, como tuvo antes mi padre que sirvió al vuestro durante años.
– Y dime, ¿cómo está mi amigo Aurelius Tuccius? Hace tanto que no disfruto de su compañía.– Y más tiempo pasará, si las puertas del Inframundo no se abren y el mismo Plutón os lo entrega, pues ha muerto.
     La noche anterior, tras descubrir la pistola y preparar su historia, hizo que Böortryp introdujera una base de datos en la memoria de su ojo biónico con toda la información necesaria sobre Nueva Roma y sus lanistas. Si aquí el César utilizaba esos hombres para sus tramas, era de suponer que allí también.
– Caminad conmigo –le dijo mientras se levantaba pesadamente, ayudado por dos esclavos–. Si vuestro esclavo no es sordo y mudo, además de ciego, dejadlo aquí.
     Cecil observó cómo se alejaban con fastidio. De nuevo tendría que esperar a Belfast para obtener una explicación, y confiar en que hubiera más verdad que mentira en sus palabras.

Esa noche, los cuatros tripulantes del Destino que se hacían pasar por esclavos fueron convocados a las habitaciones del que se hacía pasar por su Dominus. Este ordenó a los guardias esperar fuera y no dejar pasar a nadie. Cuando se hubieron ido, todos tomaron asiento alrededor de una gran mesa y Belfast desplegó un mapa.
– Este es el Imperio Romano en esta época –dijo señalando el mapa. Böortryp lo observó. Los dominios de Roma se extendían por todo el territorio conocido como Europa en la mayor parte de los mundos que lo contienen, hasta cerca de la mitad de lo que en ellos llaman Rusia. El continente bajo este, conocido habitualmente como África, también era parte del Imperio, así como muchas de las tierras del oriente más próximo. Al otro lado del océano, estaban las extensas colonias de Nueva Roma, en las que, a muchos mundos de distancia, había nacido John Shaft.
     Belfast extendió otro mapa encima de este. Las tierras y los mares eran más o menos las mismas, aunque había más territorio descubierto y las divisiones entre países eran muy distintas. Había visto mapas así en las bases de datos de muchas tierras más modernas. Mundos con tecnología mucho más avanzada que la de este, aunque obsoleta, desde su perspectiva. Mundos de los que llaman modernos.
     El irlandés señaló el segundo mapa.
– Así es como era hace mil años –dijo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario