viernes, 13 de abril de 2012

LOS AMOS DEL DESTINO - 33

CAPÍTULO 33 - Gladius flammea
por Gerard P. Cortés

– Lo llaman Espada de Júpiter –comenzó Belfast encendiéndose un cigarrillo–, pero tiene toda la pinta de ser una explosión nuclear. Muchas de ellas, de hecho. El César me habló de grandes espadas de luz que cayeron del cielo y se hundieron en todos los rincones de la Tierra.
     Tras el incidente del navío que llamaban submarino, Böortryp les había contado algo sobre la energía llamada nuclear y el poder de muerte que esta desprendía. Aun así, la imagen que Zabbai Zainib se hacía de ello era muy parecida a la que el propio Emperador describía.
– Se cargaron básicamente todo el mundo –continuó el irlandés–. Quedaron varias colonias aisladas aquí y allá, viviendo eminentemente bajo tierra hasta que el exterior se fue haciendo habitable o ellos fueron desarrollando inmunidad a la radiación, generación tras generación. Con el tiempo los hijos de los hijos de los supervivientes, fueron olvidando el mundo que una vez conocieron sus antepasados, hasta que al fin la historia se reinició.
– ¿Se reinició? –preguntó Cecil Deathlone– ¿Qué quieres decir?
     Fue Böortryp el que contestó.
– Los datos históricos que tengo sobre esta tierra no difieren mucho de cualquier otra evolución humana, excepto por la referencia a unos lejanos antepasados que emergieron del interior de la tierra. Lo catalogué como una superstición más.
– Pues parece que era verdad –Belfast tomó una larga calada y examinó el mapa–. Los descendientes de los supervivientes fueron asomando la cabeza en distintas partes del mundo. Se instalaron en pequeñas tribus, redescubrieron el fuego, la caza, la pesca y un largo etcétera, hasta que llegaron de nuevo a la época de los romanos.
– Pero esta época no duró más de veinte o treinta siglos en ninguna realidad de la que tenga conocimiento –interrumpió el hombre-máquina–, y en esta va a cumplir ya diez mil años. Además, los romanos cuentan con técnicas primitivas de excavación y se han extendido por casi todo el planeta…
– …¿Cómo puede ser que no hayan descubierto nada sobre el origen de su mundo? –terminó el pelirrojo por él.– Sencillo: Porque no han querido. O, mejor dicho, porque alguien les dijo que no lo hicieran.
     La sala quedó en silencio, a la espera de una explicación.
– Les llamaron dioses y ellos no les corrigieron –dijo al tiempo que soltaba una larga calada de humo sobre el mapa–. Llegaron en mitad de una tormenta, cuando el cielo se abrió y dejó escapar un millón de luces, todos luciendo unos asombrosos poderes que les identificaban como habitantes del Olimpo ante los ojos de los asustados lugareños.
– Los Amos… –murmuró Asari Misaki. Belfast asintió.
– No sé qué interés tenían en que esta realidad quedara anclada en esta época concreta. Quizá por el comercio de esclavos, quizá les gustaba como lugar de veraneo. No lo sé. El caso es que encargaron a una orden secreta lo que llamaron una sagrada tarea: debían asegurarse que el mundo seguía a oscuras. No sólo se dedican a esconder reliquias de antes del fin del mundo, también asesinan discretamente a cualquiera que parezca a punto de hacer algún descubrimiento científico o a iniciar algún movimiento que amenace con hacer avanzar las sociedad. La pesadilla de cualquier marxista, vamos.
     Cecil Deathlone recorrió el mapa con la punta de sus dedos. Resultaba extraño verlo "leer" así, pero a él parecía servirle.
– Hay una cosa que no entiendo –dijo–. Si los amos fueron los que iniciaron todo esto, ¿por qué quieren que lo deshagamos?
– Por la corriente temporal –se adelantó Böortryp–. Un mundo anclado en una misma época sin un motivo natural para ello, provoca fluctuaciones en todas las realidades cercanas. Tras diez mil años de ello… sólo puedo aventurar el daño que habrá causado.
– Supongo que se les ha ido de las manos –continuó Belfast–, como tantas otras cosas. Los implicados en la conspiración hicieron un trabajo tan bueno que ni siquiera los Amos deben saber quién está metido en el ajo ahora. Por eso no nos dieron más pistas.
     A Zabbai Zainib no le gustaba en absoluto el tono del irlandés. Como de costumbre, sabía algo más de lo que sus palabras revelaban. Aun así, no importaba. La mayor parte de su trabajo ya estaba hecho, ahora era cosa de Belfast, aunque eso apenas suponía un alivio para su hastío. Tantas mentiras, tantas tramas dentro de tramas y ese demonio de pelo rojo que parecía tirar de los hilos de su vida. Sólo un poco más, se dijo. Pronto acabará todo.
– Muy bien –dijo Cecil– ahora ya sabemos lo que ha pasado. ¿Qué va a pasar a partir de ahora?
     Belfast sonrió.
– Ahora hacemos todo lo que el César nos mande. Nos convertimos en sus mejores hombres y esperamos.
– ¿Esperamos a qué? –preguntó Misaki.
– A los juegos que se celebrarán en Roma para conmemorar los diez mil años desde la fundación de la República. Será un gran evento que reunirá a los ludus más importantes de Roma y de todas sus provincias y colonias, y la excusa perfecta para una reunión secreta…
– …de todos los implicados en la conspiración –terminó Deathlone.
     Belfast asintió satisfecho.
– Todos reunidos en un mismo lugar. No habrá un momento mejor para matarlos a todos.

El día amaneció soleado en Roma, como siempre. Demasiado soleado para el gusto de Belfast, que siempre se sintió más cómodo moviéndose entre la niebla londinense o bajo la sombra de los rascacielos de Nueva York.
     Un mensajero del César le esperaba en la puerta con un mensaje que le invitaba a desayunar en su palacio, así que mandó avisar a Cecil y ambos se pusieron en camino.
– ¿Alguna teoría sobre a qué se debe esto? –preguntó el médico.
– Ninguna. Puede que hayamos hecho algunos trabajos para él, pero nuestra relación no es ni de lejos como para mandarnos invitaciones a desayunar.
     El emperador los recibió con su habitual mezcla de hospitalidad e indiferencia. Belfast comió de su mesa mientras Deathlone esperaba de pie con el resto de los esclavos. Tras un tenso rato de conversación superficial, se anunció la llegada de otro invitado.
– Ah, ya está aquí –dijo el Emperador–. Este es el motivo por el que os he mandado llamar, Cartago. Al parecer ha llegado otro de nuestros agentes en las colonias de Nueva Roma. Creo que os conocéis.
     El hombre hizo una reverencia al César y se dirigió al irlandés.
– Ha pasado demasiado tiempo, viejo amigo.
– Sin duda, –contestó Belfast– parece que hayan sido miles de años, Tellerman.

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