Por Alex Godmir
Necesitó buscar un mundo que se adecuara a su plan. Y para ello se sirvió nuevamente del Aurus. Así halló un pequeño territorio inhóspito, rodeado de altas montañas nevadas y aislado de los ajetreos de sus vecinos. Aquel lugar contaba con un asentamiento de bajo nivel tecnológico y mágico. Simplemente sobrevivían a los envites de la meteorología de su mundo, luchando casi a diario por ver un nuevo día. Físicamente eran simples seres humanos comunes con una gran resistencia al frío y las enfermedades. Por esa razón Rama de Vida tenía aquella zona relativamente vigilada, ya que sus habitantes resultaban especímenes de estudio útiles. Cada cierto tiempo acudían a las aldeas y comerciaban con ellos. La única moneda que aceptaban a cambio de sus mercancías eran esclavos.
El anzuelo para pescar a su
objetivo debía ser demasiado interesante para pensar en rechazarlo. El Aurus le
mostró en qué consistía el virus con el cual trabajaba el médico, como su
hermano antes que él. Sus conocimientos aprendidos con la orden de las Numoídas
fueron de gran utilidad para poder crear ella misma una copia con un razonable
parecido. Si bien, gracias a Kali, conocía el modo de amplificar diez veces sus
efectos.
Utilizó a un miembro de su
propia tripulación para extender el virus por la zona. Un desconocido,
maltrecho y balbuceante en la puerta de la mayor posada de la aldea más grande
fue suficiente. La hospitalidad resultaba casi una ley en lugares como aquel. Y
Jadama lo sabía bien. El pobre hombre, al que había prometido salvar tras la
misión, murió entre estertores y vómitos, sin ser plenamente consciente de que se
moría. El virus había eliminado casi todos sus sentidos mucho antes de ir a por
su corazón.
La llamada de alarma de los
habitantes a Rama de Vida tardó poco más de un mes, durante el cual murieron
más de quince personas. Jadama se cuidó de consagrar todas y cada una de ellas
a Kali. Tras una visita inicial de unos ojeadores de la orden, poco tuvo que
aguardar a que Ejedan Grunter se presentara en la zona. Un virus con efectos
calcados al que el investigaba, aparecido de repente en un mundo apartado de
cualquier posible origen externo, resultaba demasiado misterioso.
Pudo haberlo capturado el mismo
día que llegó a la aldea donde se había iniciado el brote. Pero prefirió esperar
un poco, para poder ver cómo se desenvolvía aquel médico sobre el terreno.
Incluso se permitió hacerse pasar por habitante del lugar para estar más cerca.
Así pudo convencerse de que aquel hombre era un miembro de Rama de Vida de
pleno derecho; cruel, despiadado y sin más lealtad que a sí mismo y sus
objetivos. Le recordó un poco a ella. Aquellos días en el mundo helado
resultaron entretenidos, viendo morir a diario a hombres, mujeres y niños por
los efectos del virus. Más divertido aún fue ver el desespero del investigador,
sin hallar la fuente o poder aislar ni siquiera una muestra del agente
infeccioso que lo provocaba. Jadama sabía hacer bien las cosas.
Una noche, que Ejedan Grunter se
encontraba solo en la posada que él había identificado como zona cero, se
permitió colarse en su habitación y seducirlo. No le costó en absoluto, pues la
castidad de las Numoídas era algo del pasado. El hombre no estaba a la altura
de sus expectativas, como ningún hombre o mujer lo estaba desde hacía varias
décadas. Pero aquello le permitió conocerlo a fondo, cada parte de su cuerpo y
qué le generaba mayor placer. Nada sospechaba el pobre infeliz que cuando un
seguidor de Kali conoce cómo dar mayor disfrute a un ser también aprende como
provocar el mayor sufrimiento. Pero a él se lo guardaba para entretenerse en
casa. Su juego en aquel lugar había diezmado aquel asentamiento de forma
definitiva. Más de cincuenta muertos, en su mayoría mujeres y niños. Con toda
probabilidad aquellas montañas albergarían en algunas semanas más poco más que
pueblos fantasmas y cementerios repletos. Kali estaría más que complacida.
El gorgoteo del hombre le hizo
volver al presente. Todo aquello había pasado ya hacía varias semanas. Tras
aquella noche de disfrute carnal había capturado al hombre y encerrado en su
barco. Primero le hizo sufrir con el silencio y el desespero, sin decirle la
razón de su cautiverio. Luego le reveló, poco a poco, quién era y porqué estaba
allí. La tortura fue lo siguiente; tanto física como psicológica. Incluso se
permitió utilizar algunos conjuros ilusorios de nivel medio para divertirse aún
más, haciéndole creer que era su propio hermano Cecil quien le había capturado.
El resultado de aquellos juegos se encontraba tumbado en su mesa de
interrogatorios, envuelto en sangre y sin ser del todo consciente de su suerte.
Ahora debía plantearse su siguiente movimiento.
Había llevado a cabo una parte
de su venganza. Pero aún necesitaba completarla y, de paso, hacerse con los
demás Aurus que el Destino y sus tripulantes custodiaban. Sabía bien que Willibald,
el viejo que en el juego del solitario le había confiado el que tenía, jamás
sería un aliado. Había accedido a dejarlo en sus manos para evitar un mal
mayor. Tanto el pelirrojo, como el extraño ser máquina, podían sacar todo el partido
al Aurus. Y no dudarían en usarlo para lograr sus objetivos, fueran cuales
fueran. Ella era tan ambiciosa o más que aquellos hombres. Aunque si algo había
aprendido con los siglos, es que un gran poder conlleva una gran
responsabilidad. La responsabilidad de saber usarlo sin que te destruya a ti
mismo.
Necesitaba saber cómo hacerse
con los Aurus, cómo hallar el Destino y, sobretodo cuándo serían sus
tripulantes más vulnerables para lograr el éxito. Tal y como el pelirrojo le
había dicho, hacía ya más de cien años, hallaría a su hermano en un futuro
incierto, gracias al medallón que le había entregado. Aquel abalorio con forma
de ancla carecía de capacidades mágicas. Tampoco presentaba mecanismo alguno ni
se intuía cómo podía ser la llave para encontrarse con Cecil. No lo sabía. Pero
quizás sí que había unos seres que conocían la clave para descubrirlo. Si bien
ella no podía acceder a su dimensión directamente. El coste era demasiado alto
y no estaba dispuesta a pagarlo.
Miró al desecho humanoide que
tenía sobre la mesa. Él sí pagaría el precio. Por eso todavía continuaba con
vida.
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